domingo, 27 de octubre de 2013

Los efectos de la competición en los niños, por Koncha Pinós- Pey

En septiembre los padres volvemos a la carrera contrarreloj de libros, libretas, mochilas, lápices, batas… Algunos investigadores afirman que el estrés y la competición tienen una cara positiva, llegando a asegurar que los alumnos que compiten entre sí sacan mejores notas. Pero ya sabemos por propia experiencia vital que tener éxito en los exámenes no significa que hayamos aprendido algo de lo dicho en clase.
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De hecho, los investigadores han descubierto que la cooperación y el altruismo son una herramienta mucho más efectiva que la competición, probablemente porque esta genera altos niveles de ansiedad y rompe el arco de la motivación a medio y largo plazo.

La competición ha llevado al engaño en el ámbito profesional a deportistas de elite. Someternos continuamente a esta alta presión lo único que hace es deshumanizar nuestro proceso de aprendizaje. Si seguimos utilizando la herramienta de la presión como elemento motivador, no debe sorprendernos que haya violencia en las escuelas.

Por otra parte, también las expectativas negativas de los padres, en términos de competitividad, ansiedad y estrés, influyen en los niños. Todos conocemos a padres que presionan a sus hijos para que obtengan los mejores resultados académicos, entren en el equipo de fútbol en el que ellos no pudieron entrar, vayan a tal universidad o estudien una carrera para obtener un trabajo mejor pagado. Algunos padres tienen un gran “ego” con el que envuelven las notas de sus hijos. Los mismos que acaban llevando a sus hijos a la sala de espera del psicólogo con diagnóstico de estrés severo.

Ahora que empieza el curso y estamos tan llenos de buenos propósitos, podríamos nutrir a nuestros niños con el bálsamo de la autonomía y la confianza, dejar que sus propias habilidades se desarrollen en lugar de llevarles continuamente al escenario de la competición académica.



Si de tanto tensar la cuerda acabamos obteniendo el fracaso escolar, no nos sorprendamos. Carl Honoré ya nos lo advirtió en su libro Bajo presión del peligro del exceso de exigencia, del perfeccionismo, y nos invitó al “elogio de la calma”, mucha calma, muchísima, para no tenerle miedo al “uno mismo” y poder autoeducarse sin tener que echar mano de tanto libro de autoayuda.

Vivimos en una sociedad TDAH

Los padres tenemos miedo a la responsabilidad de educar. Nos resulta más fácil dejar a nuestros hijos en manos de otros para que los eduquen, cada vez a edad más temprana. La sobreprotección es el enemigo de la autonomía. La agenda de nuestros hijos está llena antes de que inicien el curso escolar, sin preguntarles previamente a ellos qué les gustaría hacer este curso que comienza.

La formulación educativa que estamos instaurando conduce netamente al camino de la ansiedad, el miedo y la búsqueda de situaciones que desafíen a la autoridad: drogas, violencia, sexo precoz.

Muchos niños y jóvenes sufren desórdenes y trastornos psicológicos; y el índice de suicido entre los adolescentes lamentablemente ha crecido. En Inglaterra cada media hora un adolescente intenta suicidarse. En nuestro país también, solo que las estadísticas no se publican para no crear alarma social. La infancia feliz está “en peligro de extinción”. Gastamos más que nunca en nuestros hijos pero lo hemos burocratizado tanto que no funciona.

El niño no puede más con esa híperdemanda que hacen los padres, abuelos, profesores, y por ello no les queda otro camino que “volverse hiperactivos”. El TDAH es una pandemia en los países del primer mundo, pero no en la infancia solamente… Vivimos en una sociedad TDAH. Una sociedad deprimida, suicida, violenta e injusta que presiona a los unos contra los otros.

Para que un niño juegue no necesita un juguete de marca, ni ser un “bebé Dior” para ir vestido. Esa sofisticación no es más que ignorante arrogancia de una generación que no tuvo objetos materiales pero que fue más feliz. Creemos que los niños sabrán más si tienen tecnología, si hacen clases de ruso y ballet, pero los niños son solo niños y solo desean jugar.

Parte del problema es que los padres no han superado el complejo de Peter Pan, no quieren ser padres, y se visten como adolescentes aunque pasan de los 40. ¿Nos interesa educar o que nuestros hijos sean nuestros amigos? Estoy viendo en mi consulta padres con doctorados que se dejan dominar por niños de 9 años. Confundimos la autoestima con el respeto a los padres.

La autoestima no hace mejores estudiantes, ni tampoco aumenta las posibilidades de encontrar trabajo, ni erradica la violencia de género. No hay que subordinarse tanto a los niños; demasiados elogios y ponérselo todo tan fácil puede hacer que no puedan afrontar las dificultades… o que lleguen a convencerse de que “no tiene por qué esforzarse”. La perseverancia es una de las cualidades que tenemos que recuperar.

Modelo finlandés

El modelo finlandés e islandés mantienen a raya a los burócratas y a los padres ambiciosos, permitiendo que los niños se responsabilicen de sus necesidades y sean más felices y responsables a largo plazo. Menos deberes, menos horas en clase, autoevaluación, múltiples inteligencias. Maria Montessori ya nos hablo de la importancia de la autonomía y la libertad en el proceso de aprendizaje. Necesitamos mejor formación para los profesores y también para los padres. Lo más importante es que el niño tenga “pasión por el aprendizaje” y no se sienta presionado a ser lo que otros quieren.

Ahora que empieza el nuevo curso, intentemos mantener el equilibrio con los niños, confiemos en ellos y en nosotros mismos. Demos un pequeño paso, reduciendo por ejemplo un 20% nuestras agendas y las de los niños, seleccionando y volviendo una vez tras otra al centro de nosotros mismos y dedicando un tiempo cada semana a crear calma mental.